Este último país se ha convertido en sede de narcotraficantes colombianos. Las cargas, en el caso específico de cocaína, son redistribuidas hacia Europa occidental y Rusia, Asia y Australia. Rutas secundarias cruzan toda América Latina alimentando los cada vez más florecientes mercados internos.
En esta parte del mundo se produce y trafica marihuana, que con el hachís, otro derivado del cannabis, tiene un mercado de 165,6 millones de consumidores a nivel mundial, según estimaciones de Naciones Unidas. También la heroína cuya manufacturación se concentra en Colombia y México con destino al mercado estadounidense. Sin embargo, la sustancia que concita la atención y contra la cual desde los Estados Unidos se ha lanzado una verdadera cruzada continental, es la cocaína, que tiene un mercado de 16 millones de consumidores en el mundo. Su producción aumentó el 20%, en los últimos 10 años y el consumo se ha incrementado en el mercado europeo y en el latinoamericano (aquí circula con sus subproductos, pasta base y crack), mientras en Estados Unidos parece haber sufrido una inflexión, quizás por la introducción de las drogas de laboratorio, éxtasis y metanfetaminas.
Detrás de la producción y el tráfico están las organizaciones, que han sufrido cambios al ritmo de la evolución y globalización de los mercados y de las arremetidas de la lucha contra las drogas. Atrás han quedado los tiempos de los “marimberos” colombianos, productores de marihuana en auge hasta mediados de los años 80, reemplazados luego por los barones de la droga reunidos en los cárteles de Medellín y de Cali, que coparon el escenario latinoamericano. Hasta su descabezamiento en los años 90, concentraron el negocio de la cocaína, decididamente el más rentable, el que confiere, hasta hoy, más poder. La disgregación de esos dos grupos ha determinado la reorganización de las estructuras narcotraficantes a nivel continental. Hubo corrimiento del eje hacia otro país, México, mientras el universo del tráfico se ha fragmentado, dispersado geográficamente y “democratizado”.
Nuevo mapa criminal
De 150 a 300 son las empresas que operan alrededor del circuito de producción de la cocaína en Colombia y que abastecen al 62% del mercado internacional. Sus estructuras son más bien pequeñas o medianas, clandestinas, invisibles. Trabajan en red. Tienen fachadas legales y sus propietarios pasan por respetables ejecutivos. En su mayoría eran miembros de segunda línea de los dos cárteles. Optaron por reducir ganancias e incidencias en el mercado a cambio de mayor seguridad; renunciaron al control de una parte del segmento productivo-comercial, dejando la introducción de las drogas en el mercado de consumo (con la distribución minorista es el que más rentabilidad reporta), en manos de otras organizaciones, sobre todo mexicanas. El único cártel que sobrevivió fue el del Valle del Norte, un desprendimiento del disuelto cártel de Cali. Mantiene sendas relaciones con el cártel de Sinaloa, uno de los más poderosos de México. Los colombianos fueron asumiendo un rol subordinado de proveedores o de asesores y expertos. HASTA AQUÍ ESTÁ CORREGIDO.
Los mexicanos, a través de sus siete Cárteles se han convertido en los grandes protagonistas de fama mundial, debido al volumen de los negocios y sus alianzas fuera del continente con organizaciones de gran calibre, la mafia rusa y la ‘ndrangheta calabresa (que está inundando de cocaína a Europa, vía Italia). Han adquirido además fama mundial por su ferocidad. Dueños del mercado, marihuana, cocaína, heroína de origen colombiana y mexicana y metanfetaminas, tienen ramificaciones en muchos países a través de representantes propios o de intermediarios, una nueva figura dentro de la nueva estructuración de roles.
Los Carteles mexicanos se han introducido en Centroamérica buscando consolidar no saolamente el control de los corredores de drogas, sino el de nuevos mercados locales. Se valen para ello de recursos locales como las “Maras”, pandillas juveniles hijas de la marginación y del desarraigo, estructuras cerradas de códigos férreos, que se dedican a todo tipo de actividad delictiva.
Los narcos se han afincado en Perú, han aparecido en Chile y en Argentina para buscar socios, controlar cultivos, implantar laboratorios, adueñarse de precursores químicos y lavar dinero, aprovechando los controles laxos. A las estructuras colombianas y mexicanas hay que agregar otras organizaciones de gran peso en el territorio nacional, como las de los traficantes brasileños - algunas surgidas desde las cárceles, como el histórico Comando Vermelho - y sus desprendimientos convertidos en grupos de dominio territorial en las favelas de Río de Janeiro. En San Pablo opera el Primeiro Comando da Capital que nacido para luchar por los derechos de los presos, ha conformado una hermandad carcelaria, dedicada a delitos varios, entre ellos el narcotráfico. En 2006 este Comando puso en jaque a la ciudad entera.
A todas estas organizaciones se agrega un universo de bandas locales con miembros de distintas nacionalidad y microemprendimientos familiares. Por toda la región se desplazan representantes de organizaciones delictivas italianas, nigerianas, provenientes del este europeo, los eslabones necesarios a la transnacionalización del negocio. A los grandes laboratorios, se agregan las “cocinas” artesanales para satisfacer un mercado interno en crecimiento y en el que se comercializan drogas de calidad inferior. Es la lógica del mercado mundial: los productos de primera calidad son for export y están destinados al consumo de los países pudientes.
”Democracia” y violencia.
Este universo interconectado tiende la horizontalidad. No sólo a las pequeñas estructuras, sino también a las grandes, como los cárteles. Paulino Vargas, compositor de narcocorridos, rememorando a Amado Carillo Fuentes, el “Señor de los Cielos”, jefe del Cártel de Juárez que llegó a controlar un verdadero imperio, se queja: “Ya no hay jefes a quien cantarles”. Los jefes ahora no son carismáticos, ni absolutos, ni brillan por sus supuestas “cualidades” de hombría y coraje. Los grupos buscan consenso entre ellos y cada uno tiene margen de autonomía. Sólo hay que cumplir con los acuerdos, la traición se paga con vida, guerra de por medio.
La tendencia parece haberse convertido en regla general. Todas las organizaciones se han ido configurando en redes de células clandestinas que, en caso de ser descubiertas, son fácilmente reemplazables. Su caída no afecta a la estructura macro. Se evitan de esta forma pirámides rígidamente jerarquizadas y se facilita una mayor diseminación en los territorios. Las redes narcotraficantes aparecen asi como una inmensa nebulosa conformada en sus múltiples eslabones de trabajo y competencias diferenciadas por los olvidados de la tierra sin inserción social, sin trabajo y esperanza por una parte y, por otra, por los miembros de distintas clases que simplemente aspiran a un ascenso social o a grandes y supuestamente fáciles ganancias.
En ese universo también gravita una clase media de profesionales y comerciantes que, entre el temor y el dinero abundante, no vacila en prestar servicios a avezados delincuentes y se mueve en una zona gris, entre lo legal y lo ilegal.
Pero las reglas de pertenencia son estrictas; no permiten excepciones ni debilidades que pongan en peligro la existencia de organizaciones, redes, rutas y el funcionamiento del negocio en su conjunto. Las violaciones se castigan con brutalidad y ostentación deliberadas, en los límites de la barbarie.
El sello del narcotráfico es la violencia. En busca de legitimidad económica, política y social, recurre a este medio para imponer su orden, silenciar, amedrentar, ampliar dominio y control. La violencia obedece la lógica que rige el circuito: no se admiten “soplones”, ni quedarse con la droga o con el dinero, no cumplir con obligaciones y tratos o cometer errores. No se admite la deserción, tratar de independizarse o retirarse del circuito, todos sueños de incautos que piensan que una vez recaudado el dinero suficiente pueden “salirse del juego”. Se recurre a la violencia en confrontaciones internas por disputa de liderazgo o con otras organizaciones por el control de mercados y territorios. Por todo esto a veces se producen verdaderas guerras, como en el México actual.
La violencia es el instrumento para enfrentar cualquier obstáculo o un peligro. Periodistas, sindicalistas, líderes de opinión, jueces, policías, políticos, cualquiera puede sufrir una terrible punición narco. Intimaciones, ejecuciones, masacres y atentados no sólo acallan o eliminan enemigos; son demostraciones de fuerza, avisos para sociedades y gobiernos, una forma de doblegar la voluntad política o simplemente advertir que con los narcos definitivamente no se puede. La violencia es también utilizada a menudo para “limpieza social” y “guerras sucias” con la anuencia de Estados y gobiernos, que por una cuestión de imagen supuestamente democrática, no se atreven a realizarlas y librarlas abiertamente.
De la violencia se ocupan milicias creadas ad hoc, grupos de mercenarios contratados, paramilitares y finalmente sicarios que actúan dentro del territorio o internacionalmente. Estos últimos, cumplida la misión, regresarán a sus países de origen garantizando su propia impunidad y las de los que comisionaron el delito. El crimen organizado, como la guerra, transnacionaliza la muerte.
El ejercicio de la violencia necesita de armas. Los Cárteles mexicanos recurren al tráfico hormiga a través de su frontera norte. Abastecen sus arsenales acudiendo a las armerías estadounidenses, donde la venta es libre. El tráfico es evaluados en 22.4 millones de dólares anuales, incluye armas pesadas, lanzacohetes, lanzagranadas, fusiles de asalto y armas que traspasan blindados. En el sur del continente se desarrolla un tráfico involucra muchos países: Surinam, Guyana inglesa, Colombia, Brasil, Argentina, Paraguay y, se sospecha, Uruguay en enmarañadas triangulaciones. Son frecuentes los canjes de armas por drogas, drogas por armas, oro por armas y droga. Se trata de armamento proveniente de Europa, Estados Unidos, Israel o de fábricas militares latinoamericanos (como los fusiles Fal argentinos), o de dotación a ejércitos, como en Brasil. Entre los implicados, oficiales de las Fuerzas Armadas de distintas nacionalidades y hasta un ex presidente (Desiré Delano Bouterse, y su hijo Dino (18)), el de Surinam.
Las armas sirven para las guerras narco en Río de Janeiro y San Pablo y para las organizaciones diseminadas por el territorio brasileño como las que controlan los cultivos de marihuana en el “Polígono da Maconha”, en la zona de Pernambuco. También pertrechan grupos irregulares, a los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia, Auc, nunca del todo desmovilizadas y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que negocian en porosas e inseguras fronteras colombianas, en el marco de un conflicto cada vez más degradado. El de Colombia, junto con el de Afganistán, es un conflicto que refleja una realidad ineludible: las guerras que se sostienen y financian en gran parte a través del tráfico de drogas.
El narcotráfico pinta escenarios de crisis con colores y matices diferentes por cada país: de seguridad interna como en México, a un paso de ser declarado Estado fallido a causa de su imposibilidad de enfrentar a la violencia de las organizaciones, de desestabilización regional, en las fronteras sumamente estratégicas entre Colombia Ecuador y Venezuela.
El narcotráfico erosiona Estados a través de la corrupción que genera y amplifica, contamina economías, sociedades y sistemas políticos. Nace, fructifica y se expande al son de las crisis: de estructuras sociales en las que se han perdido los lazos de solidaridad y de contención, que dejan abandonados individuos a su suerte y alimentan focos de violencia; crisis de Estados minuciosamente desmantelados por políticas neoliberales, reemplazados por ordenamientos territoriales y sociales impuestos por estructuras criminales; crisis de economías quebradas que encuentran salvación o alivio en los capitales del crimen organizado. Hace una década, los narcos colombianos ofrecieron pagar la deuda externa de un país a cambio de ciertas conceciones…
Las actuales políticas de enfrentamiento y represión al fenómeno son parte del problema. Exhiben éxitos inexistentes; esconden fracasos imposibles de ocultar, manipulan cifras; disimulan sus verdaderos objetivos disfrazadas de lucha por la salud y el bien de la humanidad. En definitiva favorecen un fenómeno que nació y prosperó en una institucionalidad muy permeable. El crimen organizado fue tejiendo su poder ante el debilitamiento de los poderes legalmente constituidos, insertándose en ellos en un proceso de criminalización de la política o politización de la criminalidad, que puede convertirse en el referente de sociedades en disgregación y vaciar de contenido a las democracias.
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