Entre Argentina y Uruguay, el problema de la papelera Botnia tiene interrumpido, por años, una interconexión muy importante. Si ustedes ven los diarios de cualesquiera de estos últimos días, verificarán el nivel de crispación a que está llegando la relación entre Chile y Perú. La misma demanda marítima del Perú ha crispado sus relaciones con Bolivia y un eventual fallo favorable al Perú, en la Corte de La Haya, podría marcar el inicio de un pleito similar con Ecuador, país con títulos jurídicos similares a los de Chile. La buena relación no diplomática de Chile con Bolivia depende de si habrá o no consenso eficiente sobre la aspiración marítima de ese país. Ecuador y Colombia todavía no recomponen relaciones plenas. El activo rol de Nicaragua en el conflicto hondureño puedo reactivar las tensiones de “la Guerra de los Contras” (que fue uno de los nombres de la Guerra de Centroamérica de los años 80). Las relaciones entre Colombia y Venezuela evocan vientos de guerra para el Presidente Hugo Chávez. Las siete bases militares que Colombia puso a disposición de los EEUU pueden pasar de ser motivo de denuncia a renovado instrumento de intervención (todo lo que se puede imaginar es posible). En estos momentos el Presidente peruano Alan García insta la firma de un pacto regional de no agresión; como esa semántica pareció demasiado alarmista, se cambió, pero el cambio no oculta la idea. A mayor abundamiento, el narcotráfico sigue socavando las instituciones de nuestros países; las FARC colombianas siguen actuando e infiltrándose por las fronteras, y, en el mejor de los casos, la excelente relación de Argentina y Chile tiene un saldo de problemas limítrofes pendientes, es decir, una eventualidad de problemas en algún futuro.
Hablar de integración con tamaña lista, parece un ejercicio académico banal. Es que, desde los años 60, existe un divorcio sostenido entre el diagnóstico de los analistas, para quienes dicha integración es la única garantía de un desarrollo sostenido y sustentable y la voluntad política real de los actores gubernamentales. La verdad es que las condiciones no se dan… o se dan sin la decisión de avanzar con el dinamismo y la urgencia que el desarrollo requiere. Esto es clarísimo si se verifica la inmutabilidad de las dos grandes constantes de la realidad latinoamericana: la deficiente relación con los EEUU y la disparidad estratégica de sus liderazgos nacionales.
En cuanto a la relación de nuestros países con los EEUU, superada la fatalista teoría de la dependencia, todavía no tenemos una teoría que permita procesar la actual situación de prescindencia sostenida. Más claro: no hemos sabido interpretar el paso desde la prescindencia ominosa de
George W. Bush -ese unilateralismo con amenaza de intervención preventiva- a la prescindencia amistosa de Barak Obama. El test de Honduras lo prueba de manera categórica. Allí se percibió la tentación de culpar a los EEUU por no intervenir y se soslayó la ausencia de una unidad política operativa de los gobiernos de América Latina. Esto sirvió para aclarar que hoy no todo depende de la voluntad política de los EEUU y que muy poco depende de la institucionalidad integracionista establecida.
Paralelamente, dicho test confirma que América Latina dejó pasar o está dejando pasar (esta segunda formulación es más optimista), un momento irrepetible marcado por el fin de la Guerra Fría: el de los dos grandes consensos que estaban bloqueados por la polarización ideológica de los años 60. Esto es, el consenso sobre la democracia representativa como mejor sistema de gobierno y el consenso sobre el mercado como mejor asignador comparativo de recursos. Sucede que, en el mediano plazo, la acumulación de necesidades, las expectativas desatadas, la debilidad de los procesos de transición, las inconsistencias de la regulación estatal y las otras prioridades de los EEUU, se confabularon para bloquear el progreso del desarrollo democrático con economías de mercado y, por ende, para mantener la integración regional como una asignatura pendiente. Todo esto camuflado por la rutina de las negociaciones sobre desgravaciones arancelarias y por el espejismo de una integración segmentada o segmentable en la línea del Consenso de Washington.
Por lo señalado, los gobiernos latinoamericanos no atinaron a actuar unidos ante el ideologismo mercadista de Bush padre, ante la señal de apertura multilateralista de
Bill Clinton, ante la tosquedad unilateralista de Bush hijo, ni buscaron alternativas por cuenta propia, como sería una relación especial y más profundizada con la Unión Europea. Y no sólo eso: los latinoamericanos ya “estábamos en otra” cuando advino el talante comparativamente progresista de Barak Obama. Ya había madurado otro proceso polarizante en la región, bajo capa de un socialismo supuestamente bolivariano o del siglo XXI. Por lo mismo, si hoy no se divisa el equivalente a la Alianza para el Progreso -que fue una medicina progresista de
John F. Kennedy-, algunos políticos e ideólogos norteamericanos están buscando el equivalente a lo que las izquierdas de entonces llamaron los subimperialismos. Es decir, una estrategia de estirpe kissingeriana, con soporte en la intervención de los EEUU a través de las potencias mayores de la región.
En este contexto nuevamente deficitario surgió ¡otro organismo de integración!... Me refiero a la UNASUR que, en su concepción original, fue una opción por la integración a partir de una gran divisoria de aguas: México al lado de afuera y Brasil al lado de adentro, bajo el logo de América del Sur. Fue, quizás, el sueño del organismo de integración propio para algún teórico, equivalente al sueño de la casa propia para algunos sectores sociales. En alguna capital se pensó, tal vez, que era más viable un liderazgo a escala menor y al margen de ese MERCOSUR tan arancelizado.
En esa línea, el objetivo original de UNASUR fue concentrarse en las tareas más concretas de la integración, como la conectividad, la energía, el transporte y las comunicaciones. Se excluía, por tanto, la posibilidad de usarla como foro ideológico y se pretendía que fuera un foco de atracción para subsumir otros organismos de la galaxia integracionista, como la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y MERCOSUR. Al efecto, se partía de la base de que era mejor insertar esos organismos en una estructura superior, asumiendo, así, la ley de hierro de la inmortalidad de las burocracias.
A este respecto, les puedo decir, como primicia, que tuve una conversación sobre UNASUR, en septiembre, con su Primer Secretario Ejecutivo, el ex Presidente ecuatoriano Rodrigo Borja, en su casa de Quito. Borja cuyo perfil socialdemócrata y académico calzaba perfecto con la concepción del nuevo organismo, contó con una llamativa y prometedora unanimidad en su designación. Sin embargo, ni siquiera alcanzó a jurar su cargo, pues renunció antes de un año. Al parecer, descubrió que la unanimidad de los votos no implicaba un consenso funcional, en el nivel presidencial, sobre la necesidad de construir una institución compleja, orientada hacia el desarrollo y alejada del papel de simple foro.
Desde entonces -vaya cosa testimonial- tenemos acéfala a UNASUR. A falta de consenso para designar al sucesor de Borja, el organismo subsiste bajo la conducción de Secretarías Pro-Témpore, cada una de las cuales se acredita éxitos de coyuntura. En ese protemporismo, UNASUR se ha desperfilado y hoy es aquello que se pretendía que no fuera. Para comprobarlo, basta recordar los temas que han estado en su agenda en los últimos tiempos: Definir si se apoyaba la continuidad institucional del Presidente boliviano mediante una presión política o una intervención armada; arbitrar la crisis colombiano-ecuatoriana motivada por la persecución ultrafronteriza de las infiltrables FARC; escuchar las denuncias de los países del ALBA contra el Presidente de Colombia, por las siete bases militares cuyo uso facilitara a los EE.UU; escuchar las replicas de dicho Presidente, sobre las armas compradas por Venezuela a Rusia y el eventual trasiego de armas para la FARC desde el primer país; confraternizar con líderes africanos democráticos y no tanto...
De este modo, UNASUR se ha transformado en un foro funcional a la polarización ideológica y, por ello, en su seno se habla más de “vientos de guerra” y de “pactos de no agresión” que de tareas concretas de integración. Lo bueno de lo malo es que este fenómeno nos permite un sinceramiento veloz sobre los organismos de integración realmente existentes: francamente, están contribuyendo a la atomización autosustentable. Hemos creado tal cantidad de organismos y reuniones que reflejan pugnas ideológicas o pugnas por la hegemonía de tecnocracias más o menos eficientes, que ya se está haciendo urgente crear una Secretaría integracionista que coordine la labor de todas las Secretarías integracionistas. Agrego que, tristemente, en pocas partes del mundo se ve tan claro el síndrome de las minorías coherentes que enfrentan, con ventaja, a las mayorías integracionistas invertebradas, produciendo, como ecuación final, una nueva especie de gatopardismo.
Para comenzar a concluir, es urgente revisar el mapa de los organismos de integración y el cronograma de sus cumbres adyacentes. Parece claro que tenemos un superávit de esos productos y que esto es disfuncional por economía de tiempo y por economía de recursos. En cuanto a lo primero, obligan a postergar las soluciones integracionistas reales, en cuanto inducen, por saturación, la regresión a las aéreas geopolíticas e ideológicas de influencia. En cuanto a lo segundo, son productos caros (con cargo al contribuyente, por cierto), pues todos los gobiernos quieren estar en todos los organismos que se crean, con su consenso real o a regañadientes.
Tan claro es esto que puede acarrear –y parece que lo está haciendo- un soplo de sensatez o de rectificación autocrítica. Se percibe cuando nos preguntamos si existe un organismo políticamente exitoso en nuestra historia de iniciativas y tratativas de integración y descubrimos que sí: existe y se creó en el año 1986, se llama Grupo de Río y fue concebido como un organismo permanente de consulta y concertación política. En cuanto tal, se ha demostrado realmente representativo -sin esa gran segmentación geopolitizante a que hemos aludido- y ha funcionado con gran flexibilidad operativa y sin amarres burocráticos. Más importante, aún, es fruto directo de una economía de fusión: la del Grupo Contadora y el Grupo de Apoyo, surgidos en los años de la Guerra de Centroamérica.
Habría que asociar el redescubrimiento del Grupo de Río con una eventual tendencia hacia la convergencia en los organismos y procesos subregionales de integración. Lo interesante es que es algo que ya empezó a manifestarse con la creación de la Cumbre de América Latina y el Caribe sobre Integración y Desarrollo (CALC) el año 2008. Esta CALC nació con la sugerencia de una convergencia con el Grupo de Río y, dada la lógica implícita, ambos organismos ya han acordado armonizar sus agendas y efectuar reuniones simultáneas a nivel ministerial. Simultáneamente, México ha sugerido la constitución de un “nuevo espacio” que incorpore a toda América Latina y el Caribe, tanto en lo tocante a la consulta y concertación política, como a la coordinación y estímulo de los procesos de integración.
Terminando de concluir:
Si esa tendencia rectificatoria se afirma y volvemos a la economía por fusión de organismos, con soporte en el histórico Grupo de Río, tendríamos que felicitarnos. A mayor abundamiento y como tenue concesión al patriotismo, ojalá sea mi país el que tome la decisión de vigorizar dicha tendencia, como próximo secretario pro tempore de dicho Grupo. Esto sería mil veces preferible a seguir poniendo frágiles piezas de Lego en la institucionalidad integracionista y hasta permitiría darle una licencia temporal a UNASUR.
PIES DE PAGINA
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(1) Ponencia presentada en el Seminario “El Grupo de Río y la Convergencia de los Procesos de Integración en América Latina y el Caribe”, realizado el 19 de noviembre del 2009 en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile.
(2) El embajador Rodríguez Elizondo es profesor titular de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Es además escritor y ex Director de Asuntos Culturales e Información del Ministerio de Relaciones Exteriores, ex embajador de Chile en Uruguay entre otros cargos desempeñados en el exterior.